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sábado, 4 de noviembre de 2017

El último abrazo del camarada Alfonso

Relato escrito por Camila Cienfuegos, ex combatiente y miembro de la dirección nacional de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.



Camila Cienfuegos

Entre las experiencias de vida de los exguerrilleros de las FARC-EP, hay relatos asombrosos que muestran la inquebrantable moral revolucionaria: aquellas vivencias que empiezan a salir a flote, que florecerán en los campos de la historia de una Colombia que anhela la paz para las grandes mayorías de hombres y mujeres del común.

Uno de estos relatos es el escrito por Camila Cienfuegos, mujer ejemplar, amable, de moral inquebrantable, querida por sus camaradas de lucha y, ahora, miembro de la dirección nacional de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Una crónica que reposó por años en su computador mientras fue delegada en la mesa de conversaciones de La Habana y que hoy sale a la luz, para contar un duro momento de lo que fue su vida guerrillera: el despedirse por última vez de Alfonso Cano y buscar por meses escapar con vida de un cerco militar para continuar labrando esto que vive el país hoy, la construcción de paz.

Aquí el documento integro de una crónica que como muchas otras, comienzan a contarse y reescribir la historia.

Eran las 7:30 de la mañana de un día cualquiera del año 2010. Nos encontrábamos a las orillas del río Guayabo, área de Marquetalia, a la espera de los camaradas que se habían quedado minando una trocha. Había constantes sobrevuelos de aviones de inteligencia, ametrallamientos y desembarcos por distintos flancos. La orientación era abandonar rápido el improvisado campamento: de repente escuche al camarada Pablo Catatumbo decir: “¡Camila, vamos a despedirnos del camarada Alfonso!”.

Sentí un gran vacío y susto a la vez. El camarada Alfonso se encontraba a pocos pasos de la caleta nuestra. Él camarada Pablo caminaba junto a mí, cabizbajo y silencioso… De repente, un ruido. Eran los muchachos que regresaban de minar la trocha: fueron directo a donde estábamos, contaron brevemente sobre el enfrentamiento. ¡Franco le había disparado a la altura del pecho al soldado que punteaba con el perro antiexplosivo!

El camarada Alfonso dio la orden de que desayunaran y el resto del personal fuera saliendo. La suerte estaba echada: el comando del camarada Pablo marcaría la ruta hacia Campo Trucha y Alfonso saldría río abajo. De repente el camarada dijo: “¡Ala, despidámonos!”. Me abrazó, me apretó fuerte, luego me miró y dijo: “Ala, mijita, tiene que seguir luchando por vivir y prométame que le recordará a Pablo que se debe operar el brazo, que él no nació así”.

Asentí con la cabeza, me volvió abrazar y dijo: “¡despídete de Paty!”. Abracé a Patricia y salí rápido de aquel sitio. Nos abrazábamos unos a otros, nos despedimos de compañeros y compañeras con quienes habíamos compartido tres años en medio de una de las más violentas arremetidas militares contra nuestro inolvidable comandante.

Fueron días y noches de explosiones de mortero 120 y ráfagas de la aviación contra la inhóspita selva del cañón del río Tamaro. Allí conocimos a los hombres zorros, de quienes los nuestros recuperaron nueve equipos con toda la dotación, incluida la información guardada en un computador. Era imposible no llorar al despedirnos de nuestros hermanos de lucha, sabíamos que cualquier cosa podría pasar. Para muchos en el fondo quizás era una premonición: ¡nunca nos volveríamos a encontrar!

Y así, partimos cada uno por su flanco en la búsqueda de romper el cerco enemigo. El camarada Pablo orientó el plan de marcha. Caminamos casi todo el día hasta que nos encontramos con el resto de camaradas que estaban de aseguramiento, es decir, los encargados de proteger una trocha. Cuando nos miraron, unos lloraban y nos abrazaban de la alegría al vernos. Fue un momento desprendido de egos, allí afloraban los verdaderos afectos de amistad, hermandad y comunismo.

El día anterior había sido el bombardeo. El mando que estaba a cargo de ese comando había enviado a unos camaradas para que fueran a realizar un registro al sitio de lo sucedido. Temían que estuviéramos muertos.

Tomamos agua recogida de los cardos. Nos encontrábamos en el espinazo del páramo del río Guayabo. El camarada Pablo nos reunió y saludó a los que no había saludado. Hicimos un análisis de la situación, de ubicación de las tropas enemigas y nos orientó no hablar más de ahí en adelante de la zona en donde había quedado el camarada Alfonso. Guardó silencio por unos minutos y dijo: “¡Camaradas, saldremos de este cerco!” e inmediatamente ordenó hacer un balance de la economía, medicamentos, municiones y explosivos.

Nos retiramos a recibir la comida. Todos nos mirábamos en silencio mientras comíamos una sopa aguada de lentejas con arroz. En la guerrillerada se notaba la preocupación por la suerte del camarada Alfonso y los demás compañeros y compañeras que estaban junto con él. Nos acostamos con la orientación de salir a marchar a las 06:00 am. Amaneció y dieron consignas para iniciar la tarea de salir del cerco.

Las largas jornadas de marcha eran duras y el cansancio notorio en los rostros de todos, sumado a ello la poca comida que quedaba: de dulce solo había una libra de azúcar y una cajita de panela la cual el camarada Pablo ordenó guardar para una emergencia. Continuamos cruzando el páramo y logramos salir a un sitio llamado El Loro. Él camarada Leonel había enviado un comando en busca de nosotros pero no lograron pasar el cerco enemigo que estaba a lo largo de la línea.

El camarada Pablo ordenó sacar dos comandos: uno para que consiguieran una vaca y otro para ver si podían recuperar una economía que estaba en unas tinas muy cerca de la línea donde estaban acantonados los soldados. Los guerrilleros y guerrilleras estaban contentos de poder traer algo para comer. Éramos conscientes de que si se cometía una sola indisciplina nos aniquilaban.

El jefe de la misión de recuperación de la economía fue Jónathan: tuvieron que avanzar por el chuquialoso páramo mientras otros aseguraban más adelante; se escuchan las voces, tos y risas de los soldados. Era admirable ver el coraje de hombres y mujeres que, avanzando hasta muy cerca, esperaron la noche y ¡gol!, recuperaron una tina y sacaron todo lo que había allí.

En el sitio donde estábamos también había buenas noticias: teníamos vaca y habíamos podido recuperar sal de un viejo saladero, estaba un poco sucia pero era lo que menos importaba. La emoción duró poco. Él camarada Pablo se acercó muy despacio con la voz entrecortada y nos dijo: “Camaradas, hoy más que nunca debemos reafirmar nuestros principios en honor al Mono, ¡nos lo quitaron, lo asesinaron!”. Quedamos atónitos con la noticia. El camarada habló de la firmeza que debíamos tener y que continuábamos con el plan.

Los remolcadores estaban soñolientos, empapados del chapoleo del páramo. Venteaba con fuerza, todos estábamos tristes y los sobrevuelos continuaban. Se realizó el conteo de la economía recuperada; se encontró poco dulce. Ese día, el camarada Pablo orientó darnos un buen almuerzo: preguntó entre la guerrillerada: “¿Qué quieren de almuerzo? Hay arroz, lentejas, fríjoles y arvejas”. Todos contestamos fríjoles, pero con una pequeña dificultad, no había aceite. Fritamos el cebo y asunto arreglado, sacamos manteca. Esa manteca luego fue distribuida en el personal como parte de la economía.

Almorzamos. Mientras tanto el camarada Pablo esperaba el reporte de las comunicaciones, se nos estaba agotando la gasolina de la planta. A pesar de haber dicho que el Mono había sido asesinado, continuaba con la esperanza de que siguiera vivo. De repente nos mandó a buscar a todos y nos dijo: “Camaradas, con el puño cerrado y con el corazón constricto les comunico que la muerte de nuestro inolvidable comandante Jorge Briceño, a quien cariñosamente le decíamos el Mono, es cierta”. También nos comunicó que el Secretariado lo había designado para escribir el comunicado de su asesinato.

Continuamos marchando, algunas veces de noche y donde quien llevaba la peor parte era el camarada Pablo, pues tenía enyesado un brazo y el peso de este le hacía perder el equilibrio. Siempre marché junto a él en esas oscuras noches, lo tomaba de la mano y le exploraba donde debía pisar. Había momentos que me daba rabia conmigo misma por no tener más fuerza para sostenerlo: cuando resbalaba, el golpe lo recibía su brazo.

Los días más difíciles de aquellos tiempos fueron cuando tuvimos que caminar por una trocha minada por nosotros mismos. El minador iba adelante y la orden clara, donde pisaba él, ¡pisaríamos todos! El camarada Pablo y Jónathan dijeron que en caso de que alguno cayera en las minas, lo primero era que sería fatal para nosotros y lo segundo, quedábamos al descubierto del enemigo y que nuestra misión era salir ilesos. Nos mirábamos unos a otros, era evidente el peligro.

Al fin salimos del cerco, ¡fue como volver a nacer! En ese cruce estuvimos varias veces muy cerca del Ejército: en las exploraciones los encontrábamos casi de frente, contamos con suerte de no dejarnos descubrir. En esos días de incertidumbre el camarada Pablo nos leía en voz baja el diario del Che y Cuadernos de campaña de Manuel Marulanda cuando se podía; siempre estuvo muy atento a cualquier cambio de ánimo nuestro. Fue un apoyo emocional fundamental.

Nos quedaba la incertidumbre del camarada Alfonso si continuaba en el cerco, hasta aquella fatídica noticia, donde en voz del presidente Santos le daba la noticia al mundo del vil asesinato del hombre de la paz, el candidato presidencial de la nueva Colombia. Ese día recordé el último abrazo de Alfonso Cano, a orillas del río Guayabo en Tolima.

ACPA Cauca

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