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viernes, 18 de mayo de 2018

Traición a la reforma rural integral

Es inaceptable que tras 53 años de guerra y más de cinco años de aprobado el acuerdo de reforma rural integral, el campo colombiano siga sumido en esta lamentable situación.

Foto: Frank Kehren Sierra Nevada De Santa Marta via photopin (license)


Jesús Santrich
@JSantrich_FARC

La problemática de la tierra y del desarrollo rural ha estado desde su mismo origen en el centro del conflicto social político y armado. Realidad ésta, aceptada por tirios y troyanos, hizo que de forma inapelable la agenda y las conversaciones de La Habana iniciaran por acordar una reforma rural integral que pudiera desactivar esta causalidad de la guerra.

Desde las conversaciones de las FARC-EP con el Gobierno nacional queríamos que el acuerdo final generara condiciones de equidad en el segundo país con mayor concentración de riqueza de la región, uno de los más altos índices de concentración de la tierra en el mundo y con el vasto recuento de despojo territorial que desafortunadamente caracteriza nuestra historia.

Sin embargo, ya que el acuerdo tiene origen en una negociación de paz con los representantes de un modelo que no compartimos, estaba claro que la aspiración tenía unas limitantes y, bajo ese marco, hicimos lo posible para dejar sentadas unas mínimas transformaciones que, en una perspectiva de construcción de una paz estable y duradera, apuntaran a superar ciertos nudos que han llevado a una eterna reproducción de los ciclos de guerra. El acuerdo de reforma rural no significaba ninguna revolución socialista en el campo, como gritaban alarmados los latifundistas y sus voceros en el Congreso, pero sí implicaba cambios esenciales para el bienestar de millones de hogares campesinos y para el mismísimo desarrollo de la economía colombiana.

Bajo ese derrotero el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera pretendía avanzar en tres caminos complementarios entre sí y necesarios para el país: a) Avances en la resolución de los conflictos de tierra; b) Programas de desarrollo con enfoque territorial; y c) planes nacionales de desarrollo rural integral.

El acuerdo se comprometió con mínimas garantías jurídicas, de formalización y clarificación de las relaciones de tenencia de la tierra y con respecto a los conflictos territoriales existentes en el campo, cuando más del 40% de la propiedad rural tiene irresuelto este problema. Este gran bloque estaba compuesto con medidas como las siguientes:

—Definir un fondo de tierras por medio del cual el Estado tuviera claridad sobre las tierras disponibles, con el fin de ser adjudicadas a la población más vulnerable del campo (tierras por extinción de dominio, tierras inexplotadas, baldíos indebidamente usados o apropiados, etc.), que fue creado a través del discutido decreto ley 902 de 2017 que hoy la Corte Constitucional no termina de aprobar. El hundimiento de este decreto ley en la Corte implicaría la frustración de la entrega de los tres millones de hectáreas para campesinos y población étnica, pactada en el acuerdo.

—Promover un proceso masivo de formalización de la pequeña y mediana propiedad rural de tal modo que, ante la reinante incertidumbre en relación con la tenencia de la tierra, se generaran condiciones de seguridad jurídica y un seguro para evitar el despojo a favor, principalmente, de los más vulnerables. Se acordó en La Habana la formalización de siete millones de hectáreas de campesinos colonos que hoy no están tituladas. Para ello es vital la aprobación de la reforma a la ley 2 de 1959 de zonificación ambiental, trámite que hoy sigue empantanado en el Congreso, ya que muchos baldíos ocupados por campesinos son inadjudicables por estar en antiguas zonas de reserva forestal.

—Acompañado de lo anterior, se consagró la formación y actualización del catastro e impuesto predial rural, dado que hasta la fecha el país no cuenta con información fidedigna y actualizada del catastro predial y de este modo la precisión de unos parámetros reales para la definición de los impuestos, para lo cual se presentó el proyecto de ley estatutaria al Congreso de la República, proyecto que aún terminado el fast track no ha querido ser discutido por el “Honorable Parlamento”.

—Creación de la jurisdicción especial agraria que tanta falta le ha hecho a este país en aras de garantizar que los conflictos por la tierra sean dirimidos por funcionarios con conocimiento y figuras próximas a la realidad del escenario tan conflictivo que se da en los territorios rurales, para lo cual se avanzó en la discusión de un proyecto de ley que ni siquiera llegó a presentarse al Congreso de la República.

Un segundo bloque del acuerdo le apuntaba a estructurar, a partir de escenarios de participación donde debían caber todos, desde indígenas, afros y campesinos hasta empresarios, unos planes de desarrollo con enfoque territorial (PDET) a partir de los cuales fuera posible pensar en una planificación concertada y acorde a las necesidades territoriales y de las comunidades en las respectivas regiones, de tal modo que la inversión pública estuviera en sintonía con dichas realidades y se estructurara con mayor coherencia y bajo criterios claros.

Para darle cumplimiento a este mandato se expidió el decreto ley 893 que creaba los PDET, luego de un arduo debate donde el Gobierno nacional solo permitió beneficiar a 170 municipios, dejando por fuera a muchos tantos que requerían de esta medida diferencial. No obstante, a casi un año de su expedición, aún se esperan en estos 170 municipios los recursos para poder soportar estos programas de desarrollo.

Y un tercer bloque, que buscaba avanzar en la construcción de once planes nacionales sectoriales dirigidos a garantizar un mínimo ejercicio de derechos de la población rural en lo relativo a lo que significa disfrutar de la salud, la educación, la vivienda, la infraestructura, la alimentación y nutrición, los derechos laborales, electrificación, riego y drenaje, vías terciarias, economía solidaria, conectividad entre otros, en el mundo rural. Esto dado el histórico abandono por parte de Estado de vastos territorios rurales donde difícilmente se puede acceder y disfrutar alguno de estos derechos.

Estos planes han sido tempranamente abortados por el ministro de Hacienda Mauricio Cárdenas, porque en el marco fiscal de mediano plazo presentado en 2017 apenas le asignó al cumplimiento del acuerdo final de paz 128 billones de pesos para quince años, cuando los mismos estudios de Fedesarrollo habían calculado en 200 billones para diez años la inversión necesaria para estos planes de desarrollo rural.

A casi año y medio de la firma del acuerdo final, ha sido doloroso evidenciar que apenas se cuenta, para destacar, con un fondo de tierras en el papel -que es más bien un registro de posibles beneficiarios, sin que haya tierras como tal asignadas a este fondo- y una norma de los PDET que ha venido siendo implementada unilateralmente y en contravía de todo el contenido participativo que su construcción implicaba, al punto que amenaza en convertirse en un nuevo botín de recursos manejados por élites locales que no buscan atender lo que se pretendía, sino, una vez más, enriquecerse a costa del Estado y de los pobres.

De otro lado, poco hicieron el Gobierno nacional y sus bancadas para garantizar el respectivo debate y aprobación de normas relacionadas con el catastro multipropósito, la jurisdicción agraria, la reglamentación del plan marco de implementación que incluía los PDET y los planes nacionales… Es decir, poco se hizo frente a la reforma rural integral y en cambio parece que mucho se empieza a hacer en contra de ella.

Con la ausencia total del Ministerio de Agricultura en la implementación del punto 1, se prefirió impulsar en el fast track leyes no tan trascendentales como las de innovación agropecuaria o adecuación de tierras, antes que las vitales del acuerdo, y paralelamente se promovieron camufladas en el acuerdo de paz normas de auténtica contrarreforma agraria como el actual proyecto de ley de tierras.

El proyecto de ley de tierras que ha echado a andar el Gobierno, y que ya está consultando con las comunidades étnicas, es el total desmonte de los aspectos progresistas y democráticos de la vigente ley 160 de 1994 y la consolidación de la política rural a la que realmente le apostaba el Establecimiento con el cese al fuego y la dejación de las armas: extractivismo puro y duro, legalización de la acumulación de baldíos para los consorcios de agronegocios, producto de diferentes formas de despojo y arrasamiento del campesinado y las comunidades étnicas del campo colombiano.

Perfidia pura y continuación de su contrarreforma agraria que tuvo en la ley de Zidres, su respectivo documento Conpes y el proyecto de ley Urrutia-Lizarralde sus antecedentes. Curiosamente el fiscal que hoy me priva de la libertad fue tinterillo de cabecera de estas puñaladas arteras a la reforma rural integral de la paz.

Esta iniciativa legal podrá no aprobarse ahora, aunque se están aunando las condiciones para que así sea. El punto es que su sola posibilidad avalada por amplios sectores de la dirigencia nacional, resulta cuando menos traicionera, si se tiene en cuenta que el acuerdo final y lo que significó la discusión de una negociación de paz de 53 años de guerra se situó en la defensa de comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes y pequeños empresarios del campo, porque justamente son ellos quienes ha sido las víctimas, quienes han padecido los uno y mil veces repetidos ciclos de la guerra en sus territorios.

Sin embargo, no solo la evidente falta de voluntad política de echar a andar la reforma rural integral sino la promoción de iniciativas que políticamente la contradicen, dejan ver que el Estado con el que se dialogó, la clase que representa y a la que le debe, definitivamente quiere profundizar el modelo de guerra y despojo ya existente, bajo la premisa, prejuicio y convicción de un campo sin campesinos, indígenas ni afrodescendientes. Nada más alejado del acuerdo de paz, y del histórico programa agrario de los guerrilleros de las FARC.

Es inaceptable que tras 53 años de guerra y más de cinco años de aprobado el acuerdo de reforma rural integral, el campo colombiano siga sumido en esta lamentable situación. No más perfidia con la reforma agraria acordada, no más perfidia para las comunidades rurales de la Colombia profunda siempre olvidadas por el Gobierno central, no más perfidia con campesinos, indígenas y afros condenados a una guerra perpetua. Señores del Estado colombiano: Pacta sunt servanda. Lo pactado se cumple.

El Espectador

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