Siete mil campesinos harían parte de la Zona de Reserva Campesina. Foto: David Campuzano |
La posibilidad de que en Bogotá se decrete una zona de reserva campesina generó una tormenta política. Los campesinos cuentan la historia de por qué, hoy, la paz pasa por su derecho al territorio. Viaje a la localidad 20 del Distrito
Camilo Segura Álvarez
En 52 años el debate no ha cambiado. Desde la tarde de octubre de 1961, en la que el dirigente conservador y entonces senador Álvaro Gómez Hurtado llamó a los asentamientos de Marquetalia, Pato, Guayabero, Río Chiquito, el Alto Ariari, El Duda y Sumapaz “repúblicas independientes”, el país vive en guerra. Ahora, cuando Gobierno y guerrilla buscan la forma de terminarla, el mismo debate de ayer regresa bajo la denominación de zonas de reserva campesina (ZRC).
La pelea más visible por consolidar este modelo de ordenamiento territorial y productivo está en el nororiente del país, en el Catatumbo, pero la propuesta de crear una ZRC en Sumapaz, localidad 20 de Bogotá, puso a la capital en el centro de la agenda de la paz y al ministro de Defensa, al ex presidente Álvaro Uribe, a los campesinos y al alcalde Gustavo Petro a debatir públicamente.
El debate, aunque viejo, fue encendido. Luego de una crisis por la ausencia de alcalde local durante casi un año, además de la pobre asignación de presupuesto y de proyectos de inversión, los campesinos de la región amenazaron a la administración de Gustavo Petro con ir a paro. El alcalde reaccionó enviando al secretario de Gobierno, Guillermo Jaramillo, a conjurar la crisis mediante la instalación de mesas de trabajo y, en medio de un acto público, a decirles a los sumapaceños que el Distrito se la jugaba con ellos por la declaratoria de una ZRC. El alcalde dijo que, incluso, para declararla no necesitaría del Gobierno Nacional.
Entonces reaccionó el ex presidente Álvaro Uribe: “Y ahora proponen zonas de reserva en Sumapaz. Cambian esperanza de desarrollo por convulsión y control de terroristas”. Paso seguido, habló Juan Carlos Pinzón, el ministro de Defensa, advirtiéndole a Petro que lo mejor que podía hacer era “no meterse” en temas que “ni le corresponden”.
La pelea fue política, pero olvidó lo fundamental, lo que tienen por decir y cómo viven los campesinos. El Espectador viajó a la zona y se encontró con los representantes del Sindicato de Trabajadores Agrícolas de Sumapaz (Sintrapaz). Los mismos que, después de casi 55 años de existencia, presentaron en agosto de 2012 la solicitud ante el Incoder para la constitución de una ZRC en 16 veredas de los corregimientos de San Juan de Sumapaz y Nazareth, ambos en territorio bogotano.
La propuesta, que el sindicato considera la evolución de 140 años de luchas agrarias en el Sumapaz, está siendo tramitada a la par que seis solicitudes en distintas zonas del país. Según pretenden los campesinos, en septiembre el Incoder debe, en una audiencia pública, decir si acepta el plan de desarrollo local radicado por ellos (requisito fundamental para la declaratoria de ZRC) para que, posteriormente, la junta directiva del Incoder la declare o no.
El camino del Sumapaz
Para llegar a la localidad 20 de Bogotá hay que abandonar el caos de la ciudad. Desde Usme se abre una carretera que, en un tramo de dos horas, cambia el paisaje típico sabanero al de páramo. Las frondosas montañas boscosas se convierten en peñas llenas de frailejones sobre un tapiz verde oscuro que se pierde entre las nubes. Conforme cambia la altura y las casas de los pobres se vuelven cada vez más escasas, aparecen las tropas del Ejército.
Bien armados, con chaquetas, bufandas y guantes, se ve caminar a los soldados por el borde de la vía. El primer puesto de control establecido, con trincheras y francotiradores, en el que cualquier vehículo es revisado así como la identidad de sus ocupantes, está a menos de diez minutos de llegar al primer caserío de la localidad, San Juan del Sumapaz, y a dos kilómetros de la laguna de Chisacá, que marca el inicio del Parque Natural del Sumapaz. Nadie ni nada entra a la localidad sin ser inspeccionado.
Allí está la tienda de Filiberto Baquero, el presidente de Sintrapaz, quien cuenta que el Ejército no siempre ha estado allí y que la convivencia con las tropas “no ha sido fácil”. “El Ejército llegó por el bombardeo a Casa Verde en 1990, que fue el mismo día que el gobierno de César Gaviria anunciaba que este país tendría una nueva Constitución. Los guerrilleros que estaban en esa zona del Meta con el secretariado, que por ese entonces negociaba la paz, empezaron a buscar la cordillera y llegaron a Cabrera, Pandi y aquí, a la localidad, a los corregimientos de San Juan, Nazareth y Betania.
Durante toda esa década nos tocó soportar combates muy duros. La insurgencia ya tenía presencia por acá, pero cuando llegaron los soldados comenzamos a padecer los estragos de la guerra. Violaciones de derechos humanos, el confinamiento, las detenciones masivas”, cuenta Baquero.
Y en 2002, cuando llegó el gobierno Uribe con su promesa de combatir en cada rincón del país a la guerrilla, aprovechando que un año antes se había instalado el Batallón de Alta Montaña del Sumapaz en Cabrera, la guerra se intensificó. Las FARC, que buscaban posiciones cercanas a la capital y que según los organismos de inteligencia habían convertido a la región en un corredor de armas y secuestrados, fue repelida al punto que, cuando en 2009 se produjo la captura del Negro Antonio y la baja de Mariana Páez en cercanías de San Juan, el mismo presidente declaró la pacificación de la zona.
No obstante, desde entonces se han presentado “casos aislados”, como el atentado con minas a un camión de abastecimiento del Ejército en febrero de este año, en el que perdieron la vida tres uniformados y la muerte de un menor de edad en un ‘incidente’ con el Ejército en 2011.
Pero esta no es la única cara de la guerra que han soportado los campesinos. Las han vivido todas. Entre 1870 y 1925 hubo enfrentamientos constantes entre propietarios de tierras y poseedores de baldíos por la mano de obra campesina. Entre 1925 y 1936 los campesinos unificados reclamaron títulos de propiedad y vincularon las organizaciones a los partidos Liberal y Conservador. Más adelante, entre 1936 y 1946, los choques entre latifundistas y campesinos arreciaron. También comenzó una resistencia armada ante los intentos del Estado de ‘conservatizar la región’.
Ahí es donde aparece Juan de la Cruz Varela, para muchos, el principal dirigente campesino del siglo XX. Un campesino que, influenciado por Erasmo Valencia (político caldense, fundador del Partido Agrario Nacional en 1928), se convirtió en el dirigente de las luchas campesinas del Sumapaz y del oriente del Tolima por más de 50 años. Estuvo vinculado a la corriente de Jorge Eliécer Gaitán, pero luego de las muertes de ambos (Valencia y Gaitán), ingresó al Partido Comunista.
Siendo reconocido como el principal líder agrario de la región, Varela resistió con grupos de autodefensa los ataques (1955) de la dictadura de Rojas Pinilla y ya con la llegada del Frente Nacional pactó el desarme campesino. Se presentó al Congreso con Alfonso López Michelsen en 1960 y, luego de la persecución latifundista de esa década, muchos dicen que prefirió consolidar el trabajo político en el Sumapaz que unirse a las FARC, con quienes no compartía métodos de lucha.
El epicentro de su lucha fue Cabrera. Un municipio cundinamarqués que tiene más del 70% de su territorio como ZRC. Así es desde el año 2000, cuando en pleno proceso de paz en el Caguán el gobierno de Pastrana, con recursos del Banco Mundial, decidió crear, como símbolo de paz, esta y dos zonas más de reserva campesina (Pato-Balsillas en el Caquetá y Calamar en Guaviare). “En Cabrera todas las autoridades civiles funcionan, el batallón de montaña está ubicado allí y el plan de desarrollo de la ZRC es concertado. Eso demuestra que no son ‘republiquetas independientes’, como quiere hacer ver un sector político”, dice Hernando Bejarano, alcalde local del Sumapaz de 1998 a 2001.
La pelea por el agua
Además de las luchas por la propiedad de la tierra, los campesinos han desarrollado un sentido de pertenencia frente al páramo más grande del mundo. “Hoy mantenemos discusiones con el Ejército porque los soldados utilizan como baño el caudal del río muy cerca de su desembocadura. Hemos hecho estudios sobre los acueductos veredales y el agua viene contaminada por desechos humanos”, dice Heberto Romero, miembro de Sintrapaz y de la Asociación de Padres de Familia del colegio Juan de la Cruz Varela, del caserío de La Unión.
“Se quejan de que tengamos que usar el río, pero eso lo hacemos porque no nos dejan usar los acueductos. Además, para nadie es un secreto que los campesinos son los que cultivan en las partes altas del páramo dañando así el ecosistema”, le dijo a este diario uno de los soldados que patrullan la zona.
Otra de las preocupaciones tiene que ver con un proyecto hidroeléctrico que se encuentra en la etapa de estudios de factibilidad. Se trata de un complejo de ocho minicentrales con capacidad de 156 megavatios a lo largo de 50 kilómetros del río Sumapaz, que sería construido por la multinacional Emgesa. Los municipios afectados serían Cabrera, Venecia y Pandi, del departamento de Cundinamarca, e Icononzo, en Tolima.
Si bien no hay nada en firme, los campesinos temen que se apruebe el proyecto y que una segunda parte termine inundando parte de La Unión con un embalse que uniría los ríos Sumapaz, San Juan y Pilar. Sin embargo, la multinacional ha dicho que no se puede pronunciar, pues el proyecto no está en firme.
Todas esas preocupaciones que asumen los campesinos son “más o menos recientes”, confiesa Romero. Seguramente, en ese proceso tuvieron mucho que ver Mario Calderón y Elsa Alvarado, un par de investigadores en derechos humanos, defensores del agua y los ecosistemas, que con la ayuda del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) desarrollaron por más de diez años el programa Suma-Paz con los campesinos. Ellos, juntos, cayeron asesinados en la mañana del 19 de mayo de 1997, cuando cinco hombres vestidos de negro y armados llegaron al edificio donde vivía la pareja en el barrio Chapinero de Bogotá y los acribillaron sin contemplación.
Las esperanzas
La violencia que ha vivido la región tiene todos los matices. La estigmatización en su contra ha sido una constante, porque su territorio ha resultado estratégico para cada uno de los actores del conflicto, así como la conquista de su población. Sin embargo, en tiempos en que se habla de paz, vuelve a adquirir el protagonismo que el mismo olvido del Estado le ha otorgado. Los sumapaceños ven con buenos ojos que el alcalde respalde la iniciativa, incluso, saben que tiene instrumentos como el decreto 327 de 2007 y el acuerdo 465 de 2011, que buscan la participación campesina en modelos de desarrollo diferenciales, para ayudarlos a presionar al Incoder para que otorgue la ZRC.
Pero también saben que, con ellos, es fácil hacer política. “Yo le diría al señor Uribe que piense en sus palabras cada vez que en su mesa aparezca algo que produjimos los campesinos colombianos. Nuestras demandas son justas, porque lo único que queremos es mantener nuestra cultura, conservar el derecho a la tierra, gestionar nuestro futuro. Y al alcalde, que agradecemos su ayuda, pero que tenga en cuenta que no somos un instrumento para posicionarse políticamente, más bien unos aliados, si lo que le interesa es que haya paz con justicia social”, dice Baquero.
El Espectador
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